Atrapado en la ignorancia que agobia el hambre de conocimientos, conocimientos que sirven para crear, crear cosas para ver, para escuchar, para sonreír incluso para llorar, una de esas ocasiones en el que tomé una fotografía con la entonces cámara nueva, años después el ignorante descubre que esa imagen tomada en un día de viaje tiene mas que una historia y un motivo:
Ese señor casi oxidado por los días lluviosos y cambios climáticos yace esperando olvidado, pero ¿Que espera?. La ironía que embarga el contexto de una de sus obras, el señor resulta llamarse Jaime en un lugar llamado "El mirador de los enamorados" un lugar donde se respira tranquilidad y donde los visitantes y unos que otros enamorados se detienen a mirar la hermosa vista que se aprecia desde ahí.
El señor Sabines corta el viento de los días y las noches de Tuxtla Gutierres donde intencionadamente decidí acompañarlo para capturar ese momento de mi vida, así fué como ese escenario tenía sentido, hasta saber que ese lugar tiene un honorable sentido de estar, para conmemorar el ingenio y el valor de las palabras que ese señor le dio al siguiente poema que ahora lleva el mismo nombre donde se encuentra perpetuado.
Los Amorosos
Por: Jaime Sabines
Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.
Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.
Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.
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